domingo, 1 de abril de 2007

15 de agosto 1994

Afortunadamente, visitas esporádicas de algún viejo amigo me salvaban de morir de aburrimiento. Salíamos, mi amigo y yo, a la calle, después de haber charlado un poco en casa. Hacíamos planes absurdos, enfermos, pues los dos nos conocíamos bastante y éramos muy listos, sobre todo yo. Otra tara. Los personajes que habíamos creado para nuestros encuentros eran peores que nosotros, como si la bondad fuera una prenda pasada de moda. Nos regocijábamos en el mal como si fuéramos realmente malos. Había veces, eso sí, que la nostalgia nos vencía y caíamos los dos abrazados, al fondo del mar, donde nos hacíamos, largamente, el amor. Los recuerdos, jodidos recuerdos compartidos, heridos de muerte y putrefactos. Una mujer, amante de ambos, ahora muerta, venía a reunirse con nosotros, en el fondo del mar, junto a los líquenes y la arena. Un brazo, un seno breve y apenas conocido. Burbujas y movimiento en el éxtasis infinito, soñado. Después, como en una mala obra de teatro, fingíamos querernos mucho, una barbaridad, algo desmedido. Esto nos duraba para varios meses. Nos veíamos dos o tres veces al año. Era suficiente.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio