domingo, 1 de abril de 2007

15 de noviembre 1994

No tengo grandes historias que contar. Cuando alguien se detiene junto a mí y me habla, tartamudeo. Eso si consigo hablar la boca. Digo esto porque es importante para comprender lo que escribo. Quiero decir que nadie criticaría a un inválido por hacer los cien metros vallas en 25 segundos. Todo lo contrario, le alabarían. A veces, cuando mando alguno de mis poemas a alguna revista o a algún concurso de esos, adjunto una carta que dice:
Estimado Sr. X:
Soy un joven retrasado mental con aficiones artísticas. Mi madre, que está encerrada en una residencia, me pasa a limpio los originales que yo le llevo los días de visita. Es muy buena, mi madre. No sé lo que hubiera sido de mí y de mis cinco hermanos pequeños sin ella. No saben ustedes lo que se sacrificó cuando nuestro padre nos abandonó cuando yo tenía seis años. No está bien que yo lo diga, ¡pero es una santa!
Y cosas así. Los editores o los presidentes de los concursos donde se celebran justas poéticas, me escriben largas cartas animándome a seguir escribiendo: “es encomiable un muchacho así, tan valiente y decidido,” o “es usted un ejemplo para la juventud de hoy, tan desmotivada”. Pero no me dan los premios o me publican, los jodíos.
Yo lo entiendo. La incapacidad -mi incapacidad- no es razón suficiente para sobrevivir en este mundo de locos. Seguiré escribiendo.
Arnica, que era otro insigne discapacitado, me decía muchas veces que la fuerza siempre ha de salir de uno mismo, que nadie viene con la Fuerza y te dice: “toma chaval, sostenme esto, me caes bien.” La conclusión que sacaba de aquello es que Arnica no caía bien a nadie, exceptuándome a mí y, quizás, a su hermana.

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